Lectura rápida

1

 

Lo había buscado durante 22 años. Cuando lo encontró se decepcionó. Sin embargo, no se sorprendió, había analizado esa posibilidad. Lo que nunca imaginó, hasta su último parpadeo de conciencia, fue que la decepción no se debió al cambio del otro.

 

2

 

El esclavo escapó esa noche. Corrió hasta agotarse por las oscuras y silenciosas calles de la Roma imperial, sin saber hacia dónde, temiendo ser descubierto a cada instante. Arrastrándose por momentos, con sus pies y manos ensangrentadas, logró trepar a la séptima colina. Apoyó su espalda contra un árbol. La gran Roma lucía insignificante a sus pies.

 

3

 

El ruido de la mecedora lo despertó. Su abuela se mecía suavemente en el patio, enfrentando la enorme luna llena de aquella noche de invierno. Intentó disuadirla, pero finalmente la cubrió con una manta. Poco tiempo después lo despertó el silencio.

 

4

 

Los chicos juegan a la pelota junto a la autopista desierta, en los límites difusos de la villa miseria, un domingo a la mañana. A lo lejos se divisa un auto. Por el ruido se adivina que viene a muy alta velocidad. Una patada desaforada y la pelota de goma, recién comprada, salta el guardarail. Uno de los chicos va a correr tras ella, pero se detiene un instante antes de que el auto se chupe la pelota y la reviente con la rueda trasera. Ahora es una triste marioneta que se convulsiona hasta llegar a la banquina de enfrente. El silencio de los chicos es también interno. Otra vez habrá que pedir unas moneditas en el semáforo de la avenida.

 

5

 

Dos mujeres eran amantes del mismo hombre. Una de ellas lo descubrió y se lo contó a la otra. Compitieron en regalos y atenciones para ser la única. Un día, una le regaló dos plantas. La otra decidió matarlas con veneno, pero en una distracción lo tomó él. En el velatorio, ambas repetían inconsolablemente: “Pobres plantas inocentes”.

 

6

 

¿Estás seguro de que es virgen? Sí, me lo juraron. Y no va a hacer ningún escándalo, ¿no? No, la madre la mataría. ¿Está buena la pendeja, che? Carne de primera, señor. ¿Al final tuviste que darle a la vieja toda la plata que te di? (Hay una pequeña vacilación, un cambio de expresión en los ojos que buscan desviarse.) Te querés quedar con mi plata roñoso. No, señor (esforzándose para que no le tiemble la voz) aquí está. La próxima vez que me quieras cagar te hago culear por el padrillo,  ahora hacela entrar.

 

7

 

No había humillación, aunque ella creyera que sí y lo sintiera, aunque él creyera que sí y lo disfrutara. Era sólo una artimaña inconsciente para atraerlo, para que él percibiera en ella su propia imagen irresistible. Después, cuando ya lo tuviera nuevamente enamorado, tendría otra vez la oportunidad de mostrar la verdad: la distancia insalvable que siempre habría entre ellos, la necesaria para que ella pudiera disfrutar de su amor enfermizo.

 

8

 

Einstein subió a la planta alta de la mansión de su novia, mientras ella lo esperaba abajo. Al abrir una puerta se encontró con mucha gente sentada a una mesa. Una mujer, la única parada, le dijo que no tenía nada que hacer en esa casa y debía irse; un instante después desaparecieron todos, junto con la mesa, la vajilla y los candelabros.  Einstein comenzó a bajar consternado, había verificado la razón del miedo de su novia al pedirle que no subiera. Ella vio su expresión cuando él estaba por la mitad de la escalera y se desmayó. Muy pálida, apenas recuperándose entre sus brazos, le pidió por favor que se fuera.              Accedió sólo para tranquilizarla, porque había sido testigo de un fenómeno extraordinario que necesitaba investigar.

Al alejarse unos pasos de la casa, se dio cuenta de que se había olvidado el abrigo. Una mujer alta, de cara muy arrugada y color blanco ceniza abrió la puerta. Mientras le decía que había olvidado su abrigo, hizo un movimiento como para entrar, pero ella la cerró violentamente. Ofuscado y convencido de que no volverían a abrirla golpeó insistentemente llamando a los gritos a su novia. La mujer apareció con su abrigo y un bastón. Se negó a aceptarlo porque no era suyo. Ella le dijo que lo iba a necesitar. Mientras se alejaba de la casa, se fue encorvando lentamente y lentificando su caminar, hasta que comenzó a utilizar el bastón.

 

9

 

El teléfono que no suena está en el mismo lugar de siempre. Por la incomprensible razón común a todos los que esperan, a cada rato fija su mirada sobre el aparato. Poco a poco se va transformando en otra cosa, el destinatario de un odio desaforado. Cuando suene, no lo atenderá.

 

10

 

Lo recibieron como a un huésped de honor. Su mirada revelaba que no reconocía ningún objeto de aquella habitación que decían que había sido el living de su casa. Lo invitaron a sentarse en el sillón y le ofrecieron algo para tomar. Esas dos mujeres eran muy amables y él se esforzaba en corresponderles, a pesar de que una creciente compulsión para huir lo estaba invadiendo.

 

11

 

Estaba mirando por la ventana, distraído, enfocando el infinito mientras imágenes sin conciencia lo envolvían. Tenía un libro apoyado en su regazo. Seguramente, algo de él lo había trasportado a esa cautivante ensoñación. Un objeto cruzó la ventana de abajo hacia arriba y volvió a aparecer en sentido contrario. Tardó unos segundos en enfocar la vista para darse cuenta de que se trataba de una pelota de tenis. El movimiento se repetía una y otra vez. La idea de levantarse para averiguar la causa ni se le cruzó por la mente. Siguió mirando el hipnótico sube y baja un rato y, finalmente, se concentró otra vez en la lectura.

 

12

 

Desde la ventana del balcón pensó en aquella ventana de su niñez y, como si se realizara un sortilegio, nuevamente aparecieron dos niños corriéndose allí abajo, de repente, desde atrás del gran árbol cuyas ramas se acercan amistosamente a los vidrios. Los acompañó con una sonrisa de complicidad e indulgencia hacia su propia infancia. Tampoco hoy bajaría a jugar con ellos.

 

13

 

Recién dijo Rita, ¿no es cierto? No, Rita es mi hermana y yo estaba hablando de mi hija. Sin embargo, dijo Rita. No, no puedo haber dicho Rita. Su hija se llama Carolina y ese nombre no se parece en nada a Rita. Por eso mismo, no pude haber dicho Rita. ¿Por qué piensa que yo me puedo haber confundido? No lo sé, pero usted también se puede confundir, ¿no es cierto? Sí es cierto, pero lo que me llama la atención es que usted esté tan seguro de que no se ha confundido y, encima, se ha enojado. No, no me he enojado, estoy simplemente molesto. O sea, está sólo un poco enojado, no lo suficiente como para querer agredirme. ¿Cómo se le ocurre?, usted es el que me está agrediendo, así que mire, el que corta hoy la sesión soy yo, hasta la próxima.

 

14

 

Le juré que jamás lo haría.

 

15

 

Soñé que la deseaba con sufrimiento

 

16

 

Esperé en vano que me llamara

 

17

 

El tipo entró al bar en una actitud vacilante. En cuanto el mozo lo reconoció se acercó a saludarlo: ¡cuánto tiempo sin venir!, ¿en qué andabas? Estuve guardado un tiempo, le contestó mientras se sentaba y le pedía un café. ¡Eh!, ¿te metieron en cana? No, no es eso, pero es largo de contar. Te traigo el café y me contás… mirá, no hay nadie.

La historia es así. Salía con una mina casada y el marido se enteró. Un flor de pelotudo, pero medio loco, me empezó a buscar y la mina me contó que andaba armado. Debe haber venido por acá varias veces, lo tenés que haber visto.  Me borré de todos lados, mi socio se portó y me bancó. Estuve viviendo en un hotel de Constitución esperando que el pelotudo se calmara, pero nada, seguía rondando por todos lados, hasta anduvo preguntando en el club de mi barrio al que no iba desde hacía veinte años. Un día me pudrí y hablé con un amigo que tiene un hermano que es sub-comisario.  Llamé al cornudo a la casa y lo cité en un bar céntrico. Nos sentamos a una mesa con el cana y esperamos un rato largo hasta que apareció. Con sólo verlo ya te dabas cuenta de qué trastornado estaba. Se sentó sin saludar. Vi que el cana se retiró un poco de la mesa y puso la mano en la pistola que tenía en la cintura. Me había dicho que si llegaba a sacar un arma lo boleteaba ahí mismo. El pobre tipo me miró fijamente y me preguntó si yo me acostaba con la mujer. Me pareció que estaba buscando un empujoncito más para no pegarme un tiro en frío y se me heló la sangre, pero igual le contesté que lo había hecho, pero ya no lo hacía más. En un primer instante no reaccionó, poco a poco se le fueron llenando los ojos de lágrimas sin que se apartaran de los míos, aunque ya sólo miraran a través. De golpe se levantó y fue al baño. Nos miramos con el cana unos segundos hasta que sonó el disparo. Esto pasó hace varios meses, todavía me cuesta un montón volver a mi vida normal.

 

18

 

Lentamente, la aplasté con el pie.

 

19

 

Lógicamente, no me avisó, no tenía por qué. Era tarde, estaba desvistiéndome en mi cuarto y cuando escuché el auto me asomé por la ventana. Primero se bajó ella, bajita, pelo rizado, la cara no alcancé a vérsela,pero en general tenía un aspecto insignificante. Mi hijo la abrazó y entraron por el pasillo del costado hacia el departamento que hice construir en el quincho del fondo cuando creí que mi madre viviría allí. Estaba muy cansada, pero igualmente quise leer algo antes de dormirme. Al rato empecé a escuchar el lloriqueo del perro. Siempre dormía con él, ahora lo había sacado al patio. Miré el reloj, ya había pasado media hora y el perro seguía lloriqueando. Oí que se abría la puerta de la cocina que da al patio y las uñas de Gaucho en la escalera; su excitada entrada a la habitación no fue una sorpresa. Lo acaricié, le impedí que subiera a la cama y se echó a mi lado. Apagué la luz pensando que me dormiría enseguida. Gaucho empezó a lloriquear otra vez, suave e intermitente, como un lamento reprimido. Sólo pude dormirme cuando a las cuatro de la mañana escuché que arrancaba el auto.

20

El tipo se sentó frente a mí; su aspecto era de un patetismo abrumador. Al poco tiempo de comenzar a hablar sus ojos se tornaron vidriosos y se puso a sollozar. La misma historia de siempre, repetida hasta el hartazgo por tantos pacientes que mi memoria se hallaba saturada: la cercanía de la vejez, el temor a la muerte disfrazado del temor al deterioro físico, todo disparado por la jubilación inminente. ¿Qué podría hacer por ese pobre infeliz que acudía a mí con la esperanza de que pudiera ayudarlo? Nada. La misma nada que había hecho con tantos otros, tan sólo escucharlo sin decir nada. A eso había llegado finalmente mi saber, les bastaba hablar y hablar ante mí para descargarse, amparados bajo la tranquilidad de mi supuesto saber. Pero este paciente había hablado poco cuando terminó de sollozar y me dio las gracias porque se sentía mejor. Por eso, sus palabras tuvieron un efecto mayúsculo: más vale una buena imagen que mil palabras, ¿no, doctor? Mi imagen sapiente había desencadenado su imagen sufriente y la angustia había desaparecido. ¡Extraordinario! A partir de ese día empecé a estudiar actuación.